Ayer definimos los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 como los juegos más raros de la historia, por la situación socio-cultural que por entonces atravesaba el país; se trató de unos juegos que estuvieron envueltos en contradicciones y paradojas internas. Se habían adjudicado antes del ascenso de Hitler, y, llegando el año, muchos países del COI se vieron en la tesitura de permitir o no que unas olimpiadas, que defendiendo la hermandad y la paz entre los pueblos, así como la ausencia de cualquier tipo de discriminación, tanto racial como sexual –lo cual implica la ausencia de cualquier tipo de teoría racial o nacional supremacista-, pudiera tener lugar en un país cuyo régimen se sustentaba en la segregación y en la persecución racial. Aquí aparece la primera paradoja: en 1931, Berlín le ganó las olimpiadas a Barcelona; ambos eran países democráticos… Pero al llegar a 1936, el COI, en vez de ofrecerle la sede a Barcelona, ciudad de un país democrático que no practicaba ningún tipo de persecución ni racial ni ideológica (digan lo que digan), deciden seguir adelante con el plan de Berlín, pero con condiciones. ¿Por qué? Hay historiadores que afirman que, aunque mayormente el COI no comulgaba con las ideas racistas de Hitler, sí compartían ciertos aspectos de la estética fascista, en particular la exaltación del deporte que practicaba el nacional-socialismo. Pero, por otro lado, esto no lo explica suficientemente: ¿realmente había tanta desconfianza y desprecio hacia el nuevo gobierno izquierdista de la República española (aunque la mayoría de los ministros, y de entre ellos lo de cartera más importante, eran liberales de Azaña) que prefirieran aquella Alemania nazi que comenzaba a mostrar sus colmillos al mundo?; ¿o simplemente fue, casi como la gota que colma el vaso, otra cesión más de las potencias democráticas extranjeras al dictador, que ya tenía muchos admiradores alrededor del mundo, sobre todo en los círculos conservadores de la política? Esta cesión irritó a muchas delegaciones, que amenazaron con el boicot.
Ante las amenazas de boicot de algunos países democráticos (la URSS de plano se negó a asistir), el régimen alemán decide asear su aspecto de cara al exterior: en la organización, retiran la prohibición de participar a atletas judíos y negros, e incluso se permite que Helene Mayer, cuyo padre era judío (y ella, por extensión, según las leyes nazis), participase en el equipo alemán; al mismo tiempo se retiran de las calles toda propaganda antisemita (oficial y no); pero, por otro lado, se detiene a los gitanos y se les encierra en un campo de concentración (NOTA crítica: esto no ha sido una cosa única de las olimpiadas nacional-socialistas; en otras olimpiadas también hemos oído cómo se han apartado de la calle, muchas veces de manera nada elegante, a todo elemento “indeseable” a la vista, fueran personas fueran animales vagabundos a sacrificar). De esta manera, y a pesar de las voces discordantes de algunas personas eminentes como el juez judeo-americano Ernest Lee Jahncke y otros, todos esos países, excepto España, retiran su amenaza de boicot.
Hitler planea los juegos como un momento excepcional de difundir las teorías del nacional-socialismo, pero soterrando gran parte de las teorías racistas, llegando a producirse situaciones paradójicas. El propio Hitler llega a afirmar esto:
“La deportiva, caballerosa batalla despierta las mejores características humanas. No separa, sino que une a los combatientes en la comprensión y el respeto. Ayuda además a unir a los países en el espíritu de la paz. Ésa es la razón por la que la Llama Olímpica nunca debiera morir.”
http://en.wikipedia.org/wiki/1936_Summer_Olympics#Quotations; la traducción es mía
Mientras Hitler, intentando aparentar una mezcla entre el barón de Coubertain y Mahatma Gandhi, decía esto, sus aviones comenzarían en breve a bombardear poblaciones españolas. Mientras tuvieron lugar los juegos, sus ministros, como Goebels y Ribentrop (embajador en el Reino Unido) agasajaban a los representantes extranjeros con toda clase de lujos, e intentaban convencerles de las excelencias del régimen nazi.
Con todo, tuvo varios hitos: uno de los cuales es que fue la primera vez que se grababan, labor que recayó en la cineasta Leni Riefenstahl. La ceremonia, desplegando toda la parafernalia del fascismo alemán, fue algo muy curioso (ver vídeo insertado en la entrada anterior): aun desconociendo cómo habían sido hasta ahora los desfiles olímpicos, el desfile de las delegaciones aparentaba más un desfile militar que deportivo, con los atletas saludando al Führer de manera marcial; algunas delegaciones, como Italia, Austria y Grecia (curiosamente, Japón no) saluda a Hitler con el saludo fascista, mientras que los países democráticos se limitan a mirarle de manera marcial, y, si acaso, con un saludo militar del abanderado. ¡Todo un sueño! Prácticamente el mundo entero rendía pleitesía y homenaje al conductor del pueblo alemán… Vuelvo a repetirlo: el historiador que siga negando que en 1936 se preparaba la nueva guerra mundial, es un imbécil integral.
Unos juegos olímpicos, celebrados en semejante estado de cosas, no iban a estar exentos de sucesos curiosos, como la anulación del partido de fútbol Perú-Austria, que ganó el equipo andino, y que cuentan fue anulado por la presión de Hitler, y que provocó la retirada del equipo de fútbol de Perú de los Juegos; por su parte, las dos atletas turcas (las primeras atletas turcas), de religión musulmana, Halet Çambel y Suat Fetgeri Așeni se negaron a ser presentadas y a saludar a Hitler por su política antisemita.En el lado alemán de las cosas, algunos atletas fueron retirados de la competición, a pesar de su notable puntuación: fue el caso de Gretel Bergmann, por ser judía. Pero estos juegos serán siempre recordados como lo fueron en su día: el falseamiento objetivo de las doctrinas supremacistas arias. El culpable, Jesse Owens.
James Cleveland Owens, Jesse Owens es, probablemente, el atleta más conocido del mundo por humillar a Hitler públicamente sólo haciendo lo que mejor sabía hacer: correr y saltar, sin otra pretensión que ésa. Cuanto más orgullo siendo nieto de esclavos –literal y no poéticamente-. Ya en sus años de estudiante, sus hazañas atléticas hicieron que varias universidades se lo rifaran, y de esta manera, consiguió su plaza para las olimpiadas.
Hitler y sus ministros, obviamente, pensaron que las olimpiadas serían un buen instrumento para demostrar la validez de sus teorías supremacistas, y aun las teorías nacional-racistas (de todos los germanos, los alemanes “los mejores”). En cierto sentido, en apariencia, lo hubieran conseguido por sus 89 medallas conseguidas, 33 de ellas de oro, y nadie esperaría que no lo hubieran usado como refuerzo de sus teorías. Pero entonces entró Jesse Owens, atleta afroamericano, negro, de aquellos que los nazis despreciaban, y tumbó la teoría con sus cuatro medallas de oro: en 100 metros lisos, en salto de longitud, en 200 metros lisos y en relevos. La cara de disgusto de Hitler, quien el primer día se negó a dar la mano al atleta afroamericano Cornelius Johnson según algunos (según el portavoz del Führer, el atleta ya se había ido), lo decía todo:
Mientras buscamos la información, vemos un montón de opiniones, unas más dignas que otras; y, cómo no, hay quien habla de “mitos” (una de las palabras favoritas de los revisionistas desde que llegaron a la M en su enciclopedia); la realidad es ésta: que Jesse Owens no era un hombre especialmente político, y probablemente no fuera consciente de lo que hizo, y que Hitler odiaba a los negros… Hitler odiaba todo lo que no era alemán. No es que Hitler no quisiera aplaudir la hazaña del joven atleta: es que desde el principio de los juegos sólo aplaudía a los medallistas alemanes, y el COI le advirtió de que o lo hiciera con todos o con ninguno: optó por la segunda. Sobre Owens, debido a que declaró que la prensa no fue muy amable a la hora de criticar al “hombre del momento” (se refiere a Hitler), se llega a decir que le defiende. He dicho que no era un hombre político en principio, pero no que fuera tonto, y quizás pensó que sí fuera de mal gusto. Pero los despropósitos llegan hasta la Wikipedia. Leemos en la versión española de la entrada referente a estos juegos:
Otra leyenda urbana es que los juegos fueron un momento de humillación para el régimen nazi porque algunos atletas negros consiguieron un gran número de medallas. En realidad, la competencia no constituyó una humillación para la Alemania Nazi, ya que el país anfitrión logró recoger más medallas que los demás países y Hitler se mostró satisfecho con el resultado.
El que escribió esto incurre en un ejercicio de deslealtad intelectual muy grave: su argumento consiste en que, dado que el número de medallas conseguido por el país anfitrión fue mayor que el de los atletas afroamericanos, no existe dicha “humillación”. Podemos estar de acuerdo en que no hubo humillación nacional a ciertos niveles, pero nos es muy difícil imaginar a unos nazis aplaudiendo la hazaña de un negro y no abuchearle e insultarle. Lo que sí constituyó la victoria de Owens, al igual que las teorías del científico judeo-alemán Albert Einstein, fue el principio de falsibilidad de la teoría supremacista aria: basta un elemento que contradiga la teoría para que ésta tenga una alta probabilidad de ser falsa, especialmente teorías muy cerradas, y las teorías racistas nazis lo eran. Si todo un premio Nobel en Físicas como el alemán Johannes Stark veía amenazada las teorías supremacistas del nacional-socialismo por las investigaciones de Einstein, llegando a declarar que era necesaria una física alemana “limpia de elementos judíos”, qué no se diría del hombre que echó por tierra la supremacía física de los arios. Quizás el ministerio de propaganda nazi tuviera que hacer una rectificación de su universo racista: lo de Einstein eran teorías, tesis, susceptibles de verificarse o de falsibilizarse; pero lo de Owens era efectivo, concreto, observable y, por tanto, contrastable: la falsibilidad había quedado patente. Y os aseguro que muchos enemigos del nazismo brindaron a la salud de Owens.
Volviendo a Owens, ésta no fue la última paradoja (ni siquiera constituye una paradoja) de los juegos. Durante el tiempo en el que estuvo en Berlín, y a pesar de haberse convertido en toda una estrella incluso para los berlineses, a Owens se le aplicaba las leyes de Ciudadanía del Reich de 1935, por las que estaba excluido de la ciudadanía, y sin embargo podía alojarse en el hotel que él quisiera, algo que –remarcaba- no le era posible hacer en su propio país. Otra paradoja que él remarca ocurrió tras los juegos: Hitler le había felicitado, ciertamente, pero el presidente Franklin Delano Roosevelt, intentando procurarse el voto sudista (anti-negro, anti-rojo, anti-católico) en las elecciones, se negó a recibirle en la Casa Blanca:
Cuando volví a mi país natal, después de todas las historias sobre Hitler, no pude viajar en la parte delantera del autobús. Volví a la puerta de atrás. No podía vivir donde quería. No fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a dar la mano al Presidente.
Tras los juegos olímpicos, Owens trabaja como promotor de deportes, como botones de hotel, como pinchadiscos de jazz; llegó a caer en cierto desprestigio cuando en 1968 no apoyó, con muy duras palabras, el saludo al Black Power de los atletas Tommie Smith y John Carlos, aunque pocos años después, en su libro de 1972 He cambiado, se retractaba y declaraba: “Ahora pienso que la militancia en el mejor sentido de la palabra era la única respuesta cuando el hombre negro estaba preocupado, que un negro que no fuera un militante en 1970 era o ciego o un cobarde” (http://en.wikipedia.org/wiki/Jesse_Owens#Post-Olympics). A parte de las medallas que le fueron concedidos por la presidencia, en Berlín, desde 1984, existe una calle con su nombre y un colegio del distrito de Lichtenberg lleva también su nombre, derivado de la incomprensión de su acento por parte de su profesor cuando le decía que su nombre era J. C. (pronunciado *yei dsi*).