Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad
F. G. Lorca: “Nueva York. Oficina y denuncia”
En los últimos años de 1920, Federico García Lorca se encontraba en una encrucijada y atravesaba por varias vicisitudes de distinta índole: la ruptura con Buñuel y Dalí (sobre todo a raíz de sentirse profundamente ofendido por creer que la película de ambos, Un perro andaluz, hablaba de él de manera nada elogiosa), penurias económicas, quizás algún desencuentro amoroso, y, junto a ello, una mayor toma de conciencia social que le lleva, además, a firmar un manifiesto, junto a otros intelectuales, crítico con la dictadura de Miguel Primo de Rivera, en el que se exigía al dictador militar un cambio de rumbo (comenzaba la implicación de los intelectuales de España con la problemática socio-política, siendo esto uno de los pilares fundamentales en el advenimiento de la segunda República)… Así que, animado por su propio padre, aprovecha la invitación a dar conferencias en algunas universidades estadounidenses y en Cuba, acompañando al socialista Fernando de los Ríos (uno de sus grandes amigos con el que colaboraría en el proyecto de remozamiento cultural del país), para “cambiar de aires” (http://es.wikipedia.org/wiki/Poeta_en_Nueva_York).
Lorca disfruta de su estancia en Nueva York, pero a la vez siente las enormes desigualdades que imperaban en el que ya era el país más poderoso del mundo, aunque sumido en la depresión que conllevó el crack de la bolsa de 1929. Le llama la atención mucho la situación de las minorías étnicas, tales como judíos e inmigrantes; pero sobre todo son los negros de los guetos los que más les atraen, además de por su situación social, por su cultura y por su vitalidad: para él es una situación que se asemeja mucho a la de los gitanos españoles: un grupo racial que, por el tiempo transcurrido, eran ciudadanos naturales del país, pero se les seguía teniendo marginados de muchos aspectos de la vida pública y parecían no ser más que mano de obra barata reemplazable. Según esta página, bien documentada (http://literateando.es/articulos_literarios.php?id=14), fue la escritora Nella Larsen, una de las grandes exponentes del Renacimiento de Harlem (movimiento literario afroamericano al que perteneció, entre otros, Langston Hughes, un escritor que estaría muy comprometido con la República Española durante la guerra civil), la que guió a Lorca por el mundo de los afroamericanos neoyorquinos, llevándole a sus reuniones, a sus locales de jazz, y regalándole unos libros (algo que, le aseguraron, no hacía con todo el mundo). De esta página recogemos las impresiones de Lorca de una de esas veladas
«Esta escritora es una mujer exquisita, llena de bondad y con esa melancolía de los negros, tan profunda y tan conmovedora. Dio una reunión en su casa y asistieron sólo negros. Ya es la segunda vez que voy con ella, porque me interesa enormemente. En la última reunión no había más blanco que yo. Vive en la segunda avenida y desde sus ventanas se divisaba todo Nueva York encendido. Era de noche y el cielo estaba cruzado por larguísimos reflectores. Los negros cantaron y danzaron… Había un muchachito que cantó cantos religiosos. Yo me senté en el piano y también canté. Y no quiero deciros lo que les gustaron mis canciones. Las “moricas de Jaén”, el “no salgas, paloma, al campo” y “el burro” me las hicieron repetir cuatro o cinco veces. Los negros son una gente buenísima. Al despedirme de ellos me abrazaron todos y la escritora me regaló sus libros con vivas dedicatorias, cosa que ellos consideraron como un gran honor por no acostumbrar esta señora a hacerlo con ninguno de ellos.
[…] Con la misma escritora estuve en un cabaret, también negro, y me acordé constantemente de mamá, porque era un sitio como esos que salen en el cine y que a ella le dan tanto miedo».Cruzado, M. Nella Larsen, la novelista que guió a García Lorca en Harlem. Clarín, nº 52 (2004): 53
Todo esto impresionó a un Federico que abría sus ojos a la realidad del mundo: a la injusticia, a las desigualdades, a la miseria… Y resultaba que la miseria era casi la misma en Nueva York que en Granada. En Poeta en Nueva York, publicado en 1940 (aunque muchos de sus poemas ya habían aparecido en diversas revistas literarias), esta admiración, asombro y denuncia se plasma en el ciclo titulado “Los negros”, al que pertenece esta tremenda “El Rey de Harlem”, una denuncia en traje surrealista que, aunque su escritura sea de difícil comprensión, es un mensaje claro y conciso. Traemos además al inmortal actor español Agustín González recitando con gran pasión estremecida este poema:
El Rey de Harlem
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Fuego de siempre dormía en los pedernales,
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.
Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
*
Tenía la noche una hendidura
y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre,
y los muchachos se desmayaban
en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata
junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón
por las heladas montañas del oso.
Aquella noche el rey de Harlem,
con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.
Negros, Negros, Negros, Negros.
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardos,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.
Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.
*
Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.
Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango,
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos
y una pila de Volta con avispas ahogadas.
El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.
*
A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por el Norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.
El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.
Negros, Negros, Negros, Negros.
Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas tumben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises,
donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
Federico García Lorca
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