Tanto la Primera Guerra Mundial como la Revolución rusa, son dos hechos históricos íntimamente ligados. La Primera Guerra Mundial, probablemente una de las más absurdas de todas, es bastante interesante debido precisamente a su absurdeza: de la mejor manera que me la explicaron fue como un cúmulo de odios y rencillas entre las grandes potencias europeas, junto a Estados Unidos y el Imperio Otomano, que se fueron haciendo insostenibles y sólo se necesitó como detonante el asesinato a manos de nacionalistas serbios del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, aunque al parecer, no era demasiado querido. La visión del enfrentamiento entre las potencias democráticas (Reino Unido, Francia y Estados Unidos) y los imperios centrales, supervivientes del Antiguo Régimen (los imperios Prusiano, Austro-Húngaro y Otomano) es una de las favoritas por algunos historiadores, pero esta visión cojea en cuanto que el imperio ruso, con una estructura socio-política económica “medievalista” y, por tanto, nada democrático, en lugar de alinearse junto a la Alianza de los grandes imperios, se alinea junto a la Triple Entente, en la que se agrupaban los Estados democráticos. Mi visión favorita, porque la creo más acertada, es meramente económica y creo que se explica por el afán imperialismo de todas estas potencias y por el control de ciertas regiones fronterizas: creo que esto explica mucho mejor qué hacía la Rusia zarista combatiendo al lado de la Francia republicana liberal (recuerdo con cierta simpatía leer en mi libro del instituto que, en visita oficial para determinar las condiciones, el zar tuvo que oír sin pestañear “La Marsellesa”) contra el enemigo común histórico: el imperio Prusiano (Alemania). Y así el mundo quedó dividido en dos facciones que luchaban por el control de regiones históricamente reivindicadas y por las colonias de África y Asia; muchas naciones, neutrales al principio, se unieron a uno u otro bando, incluso cambiaron de bando en marcha (Italia, v. g.), para sacar tajada del asunto, mientras que en algunas naciones ocupadas, como Grecia (imperio Otomano) o los países balcánicos (imperio Austro-Húngaro), surgía un fuerte sentimiento nacionalista. Avala esta visión el resultado final de la guerra: las naciones victoriosas, por así decirlo, se repartieron el pastel de las perdedoras. La derrota de los imperios centrales supuso dos consecuencias, una positiva y otra negativa: la positiva, fue la adopción por parte de estos herederos del Antiguo Régimen del sistema político democrático; la negativa fue un sentimiento de resentimiento en las naciones perdedoras que, a la larga, tendría funestas consecuencias en la forma de
un fuerte nacionalismo vengativo que desembocaría en el fascismo, especialmente en su peor forma: el nacional-socialismo. Pero, para mí, la consecuencia más importante, fue que tantos miles de soldados muertos, mutilados y heridos (física y/o mentalmente), la mayor parte de ellos de extracción humilde y sin la menor idea de los porqués de la lucha, o aquellos que comenzaron a cuestionar los sentimientos nacionalistas, provocó un rechazo general hacia la guerra, entendida como guerra imperialista o de dominio, y alimentó, tanto en la intelectualidad como en las capas más humildes de la población, un sentimiento anti-belicista muy importante. Eso fue lo que ocurrió en la antigua Rusia zarista.
La guerra mundial, o “gran guerra”, como se daría en llamar, acabó en 1918, pero el zar Nicolás II no lo llegó a ver. En octubre de 1917, la revolución soviética triunfaba, y una de las razones de su triunfo fue el desencanto y la indignación de los pueblos del imperio, hartos de pasar hambre porque los recursos iban a parar a la incomprensible maquinaria de guerra, por no mencionar el ver marchar a los hijos al frente y volver a recibirlos en ataúdes. El asesinato del zar y de toda su familia fue, realmente, algo muy desproporcionado, pero alimentado por los años de represión contra el pueblo, que habían conocido cárceles, torturas, asesinatos… Los presos revolucionarios cantaban por entonces, en sus cárceles una hermosa canción que era la favorita de Lenin. Como me gusta cierta exactitud, hubiera querido poner la letra en ruso, pero no lo he encontrado, tendiendo en su lugar la versión alemana, titulada “Für das Volk und die Freiheit” (“Por el pueblo y la libertad”), que cantó el gran tenor Ernst Busch (vídeo). Sin embargo, pongo sólo la traducción que se encuentra en el libro Cancionero de las Brigadas Internacionales (edición original a cargo de E. Busch en Barcelona, 1938; reeditado en 2007 por Renacimiento, Sevilla; mi edición: Nuestra Cultura, 1978, p. 177):
El último saludo (por el pueblo y la libertad)
Torturado en la cárcel hasta la muerte
por el enemigo en su rabia impotente,
en la lucha por el pueblo y la libertad,
diste tu vida, diste tu sangre.
Tu vida fue preocupación y pena;
amaste fiel a tu patria;
no pudieron quebrar tu espíritu,
rompieron tu corazón.
No brotó ni una lágrima de luto
cuando te enterramos;
estuvimos con los puños cerrados
ante tu tumba, como tus vengadores.
Nosotros creemos tan firmemente como tú
que un día el futuro será nuestro.
Sabemos que mañana la libertad
derrumbará los muros de las cárceles.
(traductores varios)
Letra en alemán y original ruso: aquí
Uno de los presos revolucionarios más célebres, tanto dentro como fuera de Rusia, fue Máxim Gorki, patriarca de la literatura soviética. Es un extremo que aún no he comprobado, pero tengo entendido que la presión internacional evitó que fuera ejecutado. En su presidio, Gorki escribió un hermoso poema que encontramos en el mismo libro (p. 178 de la edición del 78):
Canción de la cárcel
El sol se levanta y se pone,
aquí en la cárcel no hay luz.
Los centinelas van y vienen,
día y noche ante mi puerta.
Seguid así, centinelas,
no me tendréis aquí para siempre.
Luchando, venciendo, mis hermanos
me llevarán otra vez a la luz.
Claro está que éstas dos no son estrictamente lo que ya definí como una “canción de la victoria”, aunque indudablemente debieron cantarse y recitarse con el triunfo de la Revolución; eran un poco un preámbulo para la siguiente, que sí lo es, un poema de la victoria. Muy lejos de los frentes, de las cárceles zaristas y de las calles rojas de Moscú, en la España neutral, hacia 1919, un poeta demócrata y demófilo, socialista en un sentido intuitivo y básico, que dio su vida y su obra por el pueblo, celebraba el derrocamiento de los antiguos regímenes y saludaba, en cierto modo, el advenimiento de un nuevo sistema político en el que, al menos en teoría, el proletariado iba a ser el que rigiera sus propios destinos. Antonio Machado imaginaba a un bueno hombre, un hombre sencillo, que:
¡Qué gracia! En la Hesperia triste, promontorio occidental, en este cansino rabo de Europa por desollar, y en una ciudad antigua, chiquita como un dedal, ¡el hombrecillo que fuma y piensa, y ríe al pensar: cayeron las altas torres; en un basurero están la corona de Guillermo, la testa de Nicolás!