Philadelphia (Johnathan Demme, 1993) es una de las grandes películas del Hollywood de los años 90, en aquella edad de plata que tuvo, y ya un clásico por derecho propio: una historia sencilla, pero real, no sólo porque haya quien sostiene que se inspira en un hecho real (que dio lugar a demandas y cosas así), sino porque es algo que podría pasarle a cualquiera. Demme juega con el concepto del nombre de la ciudad en donde transcurre la historia, Filadelfia, que fue fundada por William Penn, un filósofo cuáquero que, sirviéndose del pago de una deuda de la corona inglesa a su familia, quiso hacer una ciudad en donde se garantizara cualquier culto a Dios, y la llamó Philadelphia, que en griego antiguo significa “amor fraternal” (philós, “amor, amistad, simpatía, etc.”, y adelphós, “hermano”), y que años después sería donde se firmaría la Declaración de Independencia. Es, pues, una ciudad en donde alguien debería contar con, al menos, un amigo, como le ocurre al abogado Andrew Beckett, soberbiamente interpretado por Tom Hanks, cuando busca al también abogado Joe Miller, interpretado de manera no menos soberbia por Denzel Washington, quien tendrá que sobreponerse a cien y un prejuicios heredados acerca de los homosexuales y del SIDA para realizar una mejor defensa del caso, para demostrar que su despido fue causado por el prejuicio de los conservadores jefes de la firma de abogados y no por una negligencia (gracias a una trampa elaborada).
Tras una historia tan sencilla se esconde un cúmulo de cosas por lo que esta película es, en cierto sentido, la película de los 90, y no sólo de los 90 estadounidenses. Durante la década anterior, conocida como la era Reagan, los prejuicios tradicionales contra los homosexuales y el pánico al SIDA se habían visto aumentados. Eran los años 80, y el SIDA contaba con un trágico aumento de afectados; el gabinete del presidente Ronald Reagan –supongo que con alguna excepción-, en lugar de dar información sobre la realidad de la enfermedad, se dedicaba a culpar desde todos sus medios a los homosexuales y a los drogadictos (nótese la comparación), intentando hacer creer a la población que era un problema de gente con vidas “desordenadas” y que de alguna manera se la habían buscado; la gente conservadora creía las arengas de los predicadores que aseguraban que era un castigo de Dios a los homosexuales, mientras que el pánico a la enfermedad hacía que los enfermos fueran condenados, además de a una muerte física segura, a una muerte social. Y para dar sensación de seguridad, el gabinete Reagan se aseguraba de que por sus fronteras no entraran, no sólo los enfermos, sino los homosexuales y los toxicómanos. Mientras tanto, como suele pasar, bajo tanta idiotez languidecía la voz de los médicos que intentaban explicar las vías de contagio de la enfermedad. En los días en los que transcurre esta película, el SIDA, como enfermedad debilitante, gozaba ya de la consideración de minusvalía –como se dice en ella- y, por tanto, de cierta protección, intentando explicar de esa manera que la actitud de los jefes de la firma, a parte de ser repudiable, ya no gozaba de amparo. También supone cierta desmitificación del modelo de éxito estadounidense, dado que, hay un momento en el que Beckett goza de la amistad y del respeto de los socios de la firma, hasta que tanto su enfermedad como su vida privada quedan al descubierto, momento en el que, para ellos, se convierte en un paria.
Habría muchas más cosas, y durante cien años habrá quien encontrará nuevos matices interesantes en esta película, que parece ganar cada vez que se ve de nuevo, pues no habla sólo del SIDA y de la homosexualidad, sino también de la amistad, de la solidaridad, etc. La película fue, en cierto sentido, todo un revulsivo que ayudó a cambiar la concepción que mucha gente tenía sobre la homosexualidad y los homosexuales, incluido aquí, en nuestra tierra, en donde muchas personas seguía teniendo la imagen de los alegres y depravados maricas de las películas de Pajares y Esteso (no sé cómo pensaban o piensan estos dos comediantes al respecto, o incluso sus directores y productores, pero aquellas películas, realmente, en ese sentido, hicieron mucho daño). Sólo una cosa más, que fue la excelente banda sonora, con dos temas originales: uno, a cargo del maestro Springsteen, que abre la película, y el otro, que es el que traemos, a cargo del canadiense Neil Young, cerrando la película en una de las escenas más emotivas de la historia del cine:
Philadelphia
Sometimes I think that I know
What love’s all about
And when I see the light
I know I’ll be all right.
I’ve got my friends in the world,
I had my friends
When we were boys and girls
And the secrets came unfurled.
City of brotherly love
Place I call home
Don’t turn your back on me
I don’t want to be alone
Love lasts forever.
Someone is talking to me,
Calling my name
Tell me I’m not to blame
I won’t be ashamed of love.
Philadelphia,
City of brotherly love.
Brotherly love.
Sometimes I think that I know
What love’s all about
And when I see the light
I know I’ll be all right.
Philadelphia.
Filadelfia
A veces creo que sé/ de todo lo que va el amor/ y cuando veo la luz/ sé que estaré bien.// Tengo a mis amigos en el mundo,/ tuve mis amigos/ cuando éramos chicos y chicas/ y los secretos venían desplegados.// Ciudad del amor fraternal/ lugar que yo llamo hogar/ no me vuelvas la espalda/ no quiero estar solo/ El amor dura para siempre.// Alguien me está hablando,/ llamándome por mi nombre/ me dice que no tengo la culpa/ no me avergonzaré del amor.// Filadelfia,/ Ciudad del amor fraternal./ Amor fraternal.// A veces creo que sé/ de todo lo que va el amor/ y cuando veo la luz/ sé que estaré bien./ Filadelfia.
Neil Young
Y para los amantes de la película, aquí van las escenas finales, con la preciosa canción de Young: