Siempre ha estado muy lejos de mi intención el desear el mal, físico o psíquico, a nadie, o al menos eso intento, y procuro siempre no unirme al fervor cuando se pide la cabeza de alguien, por horrible que esa persona fuera. Así que no es el affair Carromero lo que me llena de indignación realmente, si no es comparado con otros casos de gente inculpada sin delitos de sangre a los que sistemáticamente se les niega el indulto o rebajas de condena: casos como el de David Reboredo (del que ha habido buenas noticias, en principio), ex-toxicómano rehabilitado, y que ha llevado una actitud ejemplar en prisión, al que se le niega el indulto; o el de Alfonso Fernández, Alfon, que sigue detenido por una esquizofrénica delegación de gobierno en Madrid, que quiere acusarle de pertenencia a banda armada por el simple hecho de haber sido detenido cuando iba a unirse a un piquete informativo, y sobre el que pesan pruebas circunstanciales; y el de tantos otros, sean cómo sean, a los que se les niega una oportunidad ni nadie sale dar la cara por ellos. Porque nos deja pasmados la actitud de Esperanza Aguirre: su apoyo incondicional a uno de sus mejores alumnos rebasa lo irrebasable cuando pretende convertirlo en un asunto político y agitar las aguas del anticastrismo, cuando incluso el tercer acompañante, ya desde su casa, afirma que iban ellos solos y no fueron investidos. Y no es que haya sido algo circunstancial, pues Carromero tiene antecedentes de conducción ebria (caló bien el mensaje de Aznar de “me vas a decir tú [la DGT] si puedo beber o no al volante”). Da la impresión de que, de manera extrajudicial, la adscripción a determinado partido político y el nivel económico del imputado, te da ciertos beneficios. Por estas y otras razones similares (como por ejemplo, el indulto a dos Mossos d’Esquadra condenados por maltrato a un inocente –que además tuvo tintes xenófobos), creo que cada vez somos muchos los que sentimos una especie de simpatía hacia antiguos delincuentes, algunos de ellos inmortalizados en el famoso género quinqui: Jaro, Vaquilla, Torete,…, chicos a los que rara vez se les ofreció otra oportunidad, independientemente de cómo fueran de buenos o de malos –que tampoco quiero angelizar-, y por los que tía Espe no creo que sintiera ni siquiera un mínimo de compasión.
No sé si será cosa mía, pero personalmente atravieso un momento parecido al que ya se vivió hace cierto tiempo, cuando frente a los abusos policiales, políticos y judiciales, corrió una especie de, si no simpatía, sí un cierto afán de comprenderlo, que a veces desembocaba en un enamoramiento romántico del delincuente común. No era algo exactamente nuevo: ya Lluís Llach había cantado sobre el famoso bandolero catalán Joan Serra, el Nuevo Mester de Juglaría sobre “El Pernales” y Benito Moreno sobre “El Lute” (héroe de la rehabilitación)… Tiempo después, Luis Pastor escribiría su “Maqui Vallecas” y el último choriso, el Maquinavaja de Ivá, se convertía en un héroe de las viñetas. Pero algo antes, entre los finales de los 70 y principios de los 80, directores como José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia y otros, abordaron la problemática de la delincuencia juvenil, a veces desde una perspectiva crítica con la sociedad e, incluso, desde cierta perspectiva marxista (en el caso de De la Iglesia), aunque a veces se caía en la admiración romántica, en el género comúnmente llamado “género quinqui”.
Una nota: algunas de estas películas no son ciertamente tan quinquis como parecen: el gran quinqui del cine es De la Loma, quien redefine el género: chicos de etnia gitana o quinqui que robaban coches, atracaban farmacias y daban tirones a las viejas, mientras sonaban las románticas rumbas de Bordón 4 o los Chichos. Pero, por su parte, El Pico de Eloy de la Iglesia, metida en este género, no se le podría considerar como tal, ya que cuenta las hazañas del hijo de un guardia civil destinado al País Vasco y del hijo de un político abertzale unidos por su amistad y su adición a la heroína: es una película que roza más la bohemia que el género marginal, aunque su continuación sí tiene ya elementos de este género.
Algunos de estos cineastas tuvieron una peculiaridad: la de contratar chicos de la calle en estas películas, algunos de ellos, como el Vaquilla, auténticos delincuentes ya, y otros, sencillamente, que vivían en la marginalidad: José Luis Manzano, José Luis Fernández Eguia “El Pirri” (tierno yonqui aquél, que expresaba la ira y el sentir de una década cuando lanza un huevo a un madero en La estanquera de Vallecas), etc. Chicos a los que, a su manera, quisieron ayudar, pero no lo consiguieron, aunque yo quiero pensar que, tal vez, a alguno lo salvaran: pero la calle de entonces pesaba mucho, y abría sus fauces de par en par. No eran estos chavales, ciertamente, del gusto de tía Espe, quien seguramente al ver estas películas movía la cabeza en gesto de desaprobación y repitiendo “demagogia, demagogia”, reprobando eso de ensalzar a delincuentes comunes y yonquis a la categoría de héroes, incluso de héroes políticos…
Fue precisamente José Luis Manzano, a quien algunos apodan el “James Dean español” (y pienso que con razón) el protagonista de una de las mejores películas del género, a medio camino entre el quinquismo y la estética punk: Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), que cuenta la historia de José Joaquín Sánchez Frutos “El Jaro”, un famoso delincuente juvenil que aterrorizó el Madrid de finales de los 70. Para la banda sonora, se contó con la participación de un grupo despuntador madrileño: los ahora míticos Burning, que compusieron el tema principal de la película, contribuyendo con algunos más de los que grabaron en su tercer disco Bulevar (a excepción de la canción de El Jaro, de la que guardan la música, pero cambian la letra y el título: “Escríbelo con sangre”). Realmente, un estilo descarado y agresivo que le iba muy bien al personaje de la película.
Es una canción que traigo muy a colación, no para mitificar a nadie, sino para atacar. La clave está en estos versos de la canción: “La justicia es ciega,/ por eso nunca ve/ que el que tiene dinero/ puede comprar la ley”; por aquellos días, la justicia se afanaba en llenar las cárceles, en donde el que no era drogadicto se volvía, en donde se arruinaba la vida de muchos, a veces por menudencias, mientras los grandes criminales también eran indultados o se escapaban misteriosamente, mientras había delincuentes de primera y del montón respecto al trato diferencial. Y hoy, mientras esas cosas siguen pasando, mientras a Alfon le niegan la libertad, mientras le niegan el indulto a Reboredo, mientras podrán multarte por ayudar a inmigrantes irregulares (http://www.publico.es/espana/448287/ayudar-a-inmigrantes-irregulares-podria-ser-penado-con-la-carcel), se conceden indultos o se rebajan penas a policías corruptos, banqueros que echan a gentes de sus casas mientras robaban a manos llenas, a políticos mangantes, y encima hay quienes pretenden subir a la categoría de mártir político a Carromero, cuando, a fin de cuentas, quizás lo único que lo distinga de El Jaro es el dinero.
Canción de El Jaro
La policía tiene
su foto en un papel
porque roba farmacias
y algún coche también.
Jaro está en la calle,
sin sitio a donde ir.
Sólo junto a Mercedes
puede sobrevivir.
¡No le alcanzarán!
Si llega a la frontera
se podrá escapar.
¡No le alcanzarán!
Si llega a la frontera
se podrá escapar.
O sí o no.
La justicia es ciega,
por eso nunca ve
que el que tiene dinero
puede comprar la ley.
Él no tiene nada,
nada que perder,
sólo cree en sus leyes,
nació para correr.
¡No le alcanzarán!
Si llega a la frontera
se podrá escapar.
O sí o no.
J. A. Martín
Burning