Me daba un poco igual la final (el ganador, más que cantado), y salí. Vuelvo a mi casa, y cuando llego al portal escucho una algarabía que venía de los balcones, como si se hubiera marcado un gol: no sólo anunciaba al flamante ganador de la primera edición de Gran Hermano, era la constatación de que el mayor experimento sociológico hecho en televisión había triunfado.
Puede que a estas alturas, cuando el famoso formato televisivo que causó impacto y (pseudo) revolución cultural en la España del siglo XXI ha muerto (o eso parece), no tenga demasiado sentido hablar de él, pero, como con tantas otras cosas que no acabamos de entender, también es bueno echar la vista atrás, contemplarlo todo con perspectiva y preguntarnos: ¿qué nos ha pasado? Ésta es sólo una opinión: puedes compartirla, llamarme ingenuo o alarmista, o puedes decir que sólo fue un espectáculo. En cualquier caso, no agobiaré con detalles del programa, sus personajes ni curiosidades, aunque acaso me detendré en la primera edición. Sí puedo asegurar que nadie será difamado (curémonos de espantos).
Génesis: Érase una vez, en Holanda…
Big Brother, cuyo título está inspirado por George Orwell, fue una idea del productor holandés Jon De Mol Jr., y consistía en encerrar en una casa a un grupo de personas anónimas que no se conocieran entre sí para que convivieran; la abundancia o escasez de provisiones en la casa dependía de si superaban o no algunas pruebas grupales. A lo largo de la semana, los televidentes veían cómo los concursantes llevaban esa convivencia, y podían evaluarla decidiendo si expulsaban a aquellos concursantes que contaban con los suficientes votos de sus compañeros para abandonar la casa: lo que se llamaba nominar (muy parlamentario). Naturalmente, la audiencia se inclinaba más por aquellos que les eran más simpáticos, independientemente de si su grado de convivencia era el adecuado. La primera edición absoluta tuvo lugar en Holanda, en 1999, e imagino que fue, más que un éxito, una revolución televisiva; así que televisiones de todo el mundo desembolsaron millonadas para comprar los derechos necesarios y emitir sus propias ediciones.
Un año después llegó a España, emitido por Tele 5.
1ª Edición: el gran experimento sociológico
A ti que te gusta la filosofía debería gustarte, me decía un personaje de quien no quiero acordarme. Precisamente por eso no me gusta, respondí yo, aunque confieso que al final me enganchó, pero no por los supuestos conceptos filosóficos que algunos intelectuales previo pago decían que tenía el programa: era por diversión, distracción; no te lo voy a excusar desde argumentos profundos: me hacían gracia los concursantes, eran simpáticos en su mayoría. Pero echando la vista atrás, descubres cómo te enredaron en su tela de araña, porque ni siquiera eso era inocente. Llegué a ver algo la segunda y tercera edición, pero mi interés decayó por completo: esporádicamente veía cachos de otras ediciones porque me lo ponían, ya que no había nada en la tele. Y de esos cachitos y noticias frívolas encontradas por Internet, elaboro esta memoria crítica del programa.
Se anunciaba meses atrás: una ráfaga inquietante, que daba sensación de apremio, inminencia o emoción, mientras se desvelaba lo que parecía ser el rojo objetivo de una cámara, o tal vez un ojo, o ambas cosas, con unas letras que aparecían bailando y se plantaban fijas sobre el fondo: GRAN HERMANO. La presentadora, una periodista con una intensa carrera, acudía a entrevistas diciendo que era “un experimento social”, que “nunca antes se había hecho (en nuestro país)”, etc. Tampoco hubiera pasado nada si hubiera asegurado que el espectador se iba a divertir y mucho, pero hay que vender el producto.
“Toda” España (y aún no he conocido a nadie que dijera que no vio ni un segundo), pendiente, atraída por la curiosidad y la novedad, veía entrar de uno en uno a un grupo de personas jóvenes, simpáticas, atractivas…, que no eran muy diferentes de ellos o de cómo pensaban ellos que eran. La cadena ya había previsto el éxito total y desde el principio decidió exprimirlo al máximo: además de su acostumbrada franja nocturna, había avances matutinos y vespertinos, además de un debate semanal y de la habilitación de un canal en donde podías ver en directo qué hacían los habitantes de la casa, aunque fuera dormir (el sueño de todo psicópata, ¡ah!). Pero también debates en torno a lo que acontecía en la casa en los programas del corazón, incluso daba la impresión que, por ajeno que fuera, todo programa de la cadena debía mencionar GH o algo relacionado al menos una vez. Pero no sólo Tele 5: otras cadenas decidieron parasitar el éxito del programa y emitir pedazos, hablar de los concursantes y hasta parodiarlo. Para las siguientes ediciones, la cadena y la productora decidieron blindarse legalmente, estableciendo la propiedad exclusiva de imágenes y contenidos, y haciendo firmar a los concursantes contratos que les impidieran acudir a otras cadenas por un tiempo.
Al día siguiente, donde fuera y quienes fueran, de cualquier condición social, sexual, política o laboral, hablaban de los concursantes (no tanto del programa) con la familiaridad con la que se habla de un amigo o un pariente ausente en la conversación, juzgando comportamientos y formas de ser, tomando partido en batallas ajenas. La casa de GH nos contenía a todos, quisiéramos o no, porque la gente, como podía pasar con la prensa del corazón, había permitido que las vidas ajenas de personas que no conocían les invadieran y fueran su foco de atención. El truco del programa se basaba en ese elemento que se concedía a la audiencia: la simpatía y la antipatía hacia algunos de los concursantes llevaba a poder juzgar sus conductas y su personalidad, a veces de manera bastante hipócrita. Y también estaba aquello: voyeurismo permitido y sin consecuencias: “Te estoy viendo”, una frase típica de psicópata que podía afirmar cualquier espectador. En cualquier caso la gente se enfadaba, se alegraba, se entristecía, reía y lloraba con ellos, vivían sus romances: eran como de la familia. Era la vida en directo pero mejor, porque no era la propia.
El éxito fue rotundo. Algunas concursantes se convertían en sugerentes portadas de revistas, a otros les contrataron en cadenas menores para programas de todo tipo, etc., y a otros les agobiaba el éxito cuando eran abordados por fans para hacerse una foto o que les firmaran un autógrafo. Se llegó a hacer hasta una película con ellos y hasta samples con algunas de las frases de los concursantes por parte de insufribles DJs. No se puede decir que el programa y sus protagonistas, de muchos de los cuales ni nos acordamos, no tuviera un impacto tremendo sobre la sociedad, pero la cosa se magnificó. Por alguna razón, el equipo de marketing del programa quería vender el formato y su desarrollo como algo más profundo que el mero entretenimiento: querían dotarlo de profundidad, de bagaje intelectual: disfrazaban el interés morboso con un supuesto rigor científico que nadie supo justificar ni para qué se hacía. Muchos habían puesto en duda la idea del experimento social, porque en rigor no lo era, y descubrían que era puro marketing. Así que un buen golpe de efecto fue traer a la gala final a un verdadero santón, supuesto especialista en televisión y sociedad, que había escrito un libro y todo, y se paseaba con su lema “tenemos la televisión que nos merecemos” (entiéndase esto como se quiera): allí estaba el filósofo Gustavo Bueno, defendiendo el valor intelectual del formato mientras medio adivinábamos a un señor trajeado dejando un maletín a su lado.
Freak Show: Los monstruitos
Pero para comprender lo que supuso y la deriva que las posteriores ediciones tomaron, hay que entender lo que era la televisión de principios del siglo XXI, y es que, a pesar de los datos de audiencia, la televisión de España sufría una gran crisis de contenidos. Entre finales de los 90 y principios del 2000, poblaba la TV una serie de programas infames, centrados en lo frívolo y lo morboso: talk shows que mostraban las miserias humanas (reales o fingidas bajo pago), casposos matinées, late shows lamentables vendiendo la más barata carnaza y programas vespertinos centrados en las trivialidades de personas conocidas, y otros en los que los frikis, en su sentido más literal, habían hecho acto de presencia. Algunos de estos ejemplos pueden ser posteriores a GH, aunque tienen su relación: la crisis televisiva; las televisiones no sabían que inventar para captar y fidelizar la atención de una audiencia que se aburría solemnemente ante la TV.
Como dijo una periodista del corazón tras la primera edición: «Estos chicos han renovado los contenidos», y tenía razón. Desde finales de los 90, los programas de la prensa rosa dominaban indiscutiblemente, aunque fuera como secciones en matinées; pero la gente se cansaba de ver siempre a los mismos, que en realidad odiaban, y ver cómo vivían casposos actores y cantantes, algunos con un pie ya en la tumba y otros, que entendieron lo que se iba a poner de moda, arrastrando su dignidad por platós televisivos como patéticas sombras de lo que fueron, hambrientos del dinero que un buen escándalo podría rentarles; sin mencionar los tediosos reportajes sobre la alta alcurnia: simpáticos aristócratas y empresarios que necesitaban un lavado de cara. Así que este género periodístico necesitaba sangre fresca, gente joven que hubiera salido de la nada y contara con la simpatía popular, y GH fue su semillero. Pero con ello, a la vez, se cavaron su tumba, porque, en parte por culpa de este formato, los simpáticos jóvenes fueron desplazados por monstruitos, frikis, algunos salidos de ese mismo programa, porque lo que se movía después de cada edición, lo que se vendía a la juventud, es que, con que duraras lo justo en ese programa, podrías vivir de ello durante toda tu vida sin trabajar. Un gran engaño indirecto, pues sólo uno de aquellos concursantes ha conseguido hacer carrera televisiva, mientras otros trataban de buscar su hueco de cualquier manera.
Podemos considerar que las primeras ediciones fueron el triunfo de la trivialidad; las siguientes lo serían de la frivolidad y de la vulgaridad.
La segunda edición no tuvo tanta aceptación ni éxito de audiencia porque era repetir lo mismo con otras personas, y, antes de que se hundiera el barco, el equipo decidió llevar a cabo ciertos cambios, mientras que la idea del experimento social iba, felizmente, diluyéndose.
Nadie debe engañarse: en televisión pocas cosas se dejan al azar, está todo calculado, y lo que había detrás de GH era un equipo de psicólogos, sociólogos y filósofos que llevaban a cabo la selección de personal… Perdón: de concursantes. La fórmula de traer gente con la que te identificabas no era mala idea, pero si a éstos los juntamos con personalidades más difíciles y establecemos los patrones por los que el Sujeto A chocará con el Sujeto B, tenemos el cóctel perfecto de morbo. Si hay algo que al espectador le guste más que ver cómo dos personas se enamoran, es ver cómo dos personas se despellejan, y los responsables lo sabían, y por eso empezaron a basar la mecánica del juego, más que en la cooperación, en el enfrentamiento que la convivencia de personalidades conflictivas podía generar. Los productores no querían patrones de conducta asertivos, sino agresivos, pasivo-agresivos e incluso pasivos. De una edición a otra, los personajes “normales” desaparecían o entraban en número reducido (para convertirlos en ganadores), siendo desplazados por los de carácter más complicado: un desfile de gritones ególatras, narcisistas, frívolos y materialistas, junto a unas personas con algún rasgo distintivo en principio peculiar o poco común: un seminarista, musulmanes, una chica con acondroplasia, transexuales, negros, gitanos, ciegos…; no hay que confundirse: no era un intento por visibilizar otras realidades que no aparecían en las anteriores ediciones: era, con todos los respetos, un circo, pero bien calculado.
GH se había convertido en un circo por muchas razones: los concursantes ya no podían sorprenderse y traían las lecciones aprendidas: ya no venían para experimentar o ni siquiera a ganar: venían a vivir de todo lo que se movía después de GH: entrevistas, montajes, algún programa, portadas de Interviú… Algunos contaban ya con agentes que les arreglaran todas esas cosas mientras estaban en la casa. La irrupción de las redes sociales en la mecánica del programa no hizo más que empeorar la situación: resulta un poco alarmante que hubiera gentes, de cualquier edad, peleándose con otros por Internet por unas personas que ni siquiera conocen, las cuales ignoran completamente su existencia.
Pero la culpa no fue sólo de los concursantes. Es más que probable que para las primeras ediciones se hubieran establecido ciertos límites y umbrales de conducta predecible aceptables, pero poco a poco se fueron traspasando, y se empezó a jugar con el morbo más descaradamente: cierto es que nunca se mostraron escenas de sexo explícito o desnudos integrales, pero sí se empezó a enseñar lo que a lo mejor dos personas estaban haciendo debajo de un edredón. La realización del programa era menos honesta en lo que mostraba, y la sospecha del amaño indirecto del concurso planeaba. Un ejemplo de uno de los trucos que usaron: a todos, tras hacer una broma o comentario gracioso, pero inoportuno, nos han pegado una ligera colleja que no produce más que un picorcillo temporal, pero coge esa escena, ponla a cámara lenta, pon en el preciso segundo un efecto de sonido que alarme al espectador y repite ese mismo segundo dos o tres veces más: conseguirás un efecto dramático, pareciendo mucho más de lo que realmente fue: aquélla era una de sus tácticas favoritas, junto al corta y pega de escenas, ambientaciones musicales que le dictaban a tu empatía si la persona te caía bien o no, etc. El espectador es confiado por naturaleza: desconoce que lo que está viendo es fruto de un trabajo de edición y post-edición cuidadosamente medido al milímetro para despertar una determinada reacción, por lo cual, lo que ocurría era que el espectador no era libre en sus sentimientos hacía lo que veía, sino que la producción ya le dictaba cómo sentirse respecto a una o varias personas o una situación determinada. La audiencia no decidía con libertad quién abandonaba la casa, porque su juicio ya había sido condicionado previamente. Si hubo un experimento fue éste, aunque a ciertas alturas, la idea de que lo que pasaba en el programa era sorprendente quedaba muy en entredicho, especialmente cuando entran en la casa a la vez los integrantes de un triángulo amoroso.
Por muchos esfuerzos que la presentadora hiciera por tratar de justificar su trabajo con supuestos intelectuales, por intentar dotar de vez en cuando al programa con objetivos culturales (que está muy bien) e incluso de tratar de convertir al programa en la punta de lanza en su cruzada contra el tabaco (nada en contra), aquel bagaje científico-filosófico que aseguraban desde la primera edición había quedado en entredicho hacía tiempo, descubriéndose que el único motivo por el que una persona viera a otro grupo de personas convivir a través de la tele era, ni más ni menos, que el más puro morbo. Y, por supuesto, que el único motivo por el que llevar a cabo este experimento, no era por inquietud científica, sino por el €.
El experimento
Confieso que cuando se anunció y supe de lo que se trataba, GH me daba miedo: pensaba que empezábamos a transgredir ciertas fronteras que podían ser el preludio a algo, y en parte no me equivoqué.
Lo único científico que tuvo GH fue esto. Enfoquémoslo así: un grupo de seres vivos recluidos en un hábitat reducido, pero confortable, con un montón de elementos que les permiten divertirse, mantener una higiene y subsistir mientras son observados por personas a través de una pantalla, algunos con ínfulas de científico. Debes haberlo adivinado: estamos viendo un zoológico. GH era eso: un zoo humano en el que observar el comportamiento de los habitantes, asustarse de la conducta de uno o encandilarse con las monerías del otro; además, un zoo en el que se calculan las probabilidades de conflicto cuando empiecen a faltar algunos bienes, y donde también hay personalidades Alfa, Beta y Omega. Y sucedió que, como cualquier zoo que quiera aumentar visitas, dejó de lado la aburrida y predecible fauna autóctona de la zona infantil y empezó a traer fauna más exótica y peligrosa con el fin de asombrar y emocionar al público. Y llegó un momento en que el zoo cerró y abrió el circo, mostrando a los “monstruos”, a los desagradables, a los raros y, de una manera lamentablemente conducida, a los “especiales”.
Claro que estaba bien y normal que entrara una diversidad de concursantes: no todos iban a ser españoles blancos de cultura católica con buena salud y sin ningún problema físico aparente; pero fue la forma de enfocarlo: los presentaban como raros, peculiaridades, y sabíamos que no lo eran. No hay más que recordar cómo presentaba la ilustre periodista y otros presentadores a este tipo de concursante que se salía de lo común por la razón que fuera, cuando no había nada de excepcional ni raro en ellos por tener una discapacidad, profesar otra fe, practicar determinada profesión o ser de otra etnia. Era un truco para conseguir más audiencia, sirviéndose de manera miserable de las peculiaridades de algunos concursantes.
Ésa es la parte del experimento que conocemos. Pero quizás fuera ver el otro día The Belco Experiment o un reportaje sobre cómo algunas empresas emplean los juegos de Escape-Room para llevar a cabo la selección de personal lo que me haya influido; el caso es que el ojo-cámara del Gran Hermano, el Big Brother de Orwell, no apuntaba sólo hacia la casa: apuntaba a ti.
Si me preguntas qué fue antes, si el huevo o la gallina, no sabría responderte. Pero veo una cierta relación en lo que supuso el éxito de GH con algunos métodos de selección de personal que llevan a cabo algunas empresas, sobre todo porque están elaborados por la misma gente que, si no son sociólogos, psicólogos o filósofos de escuelas algo tenebrosas, al menos sí lo hacen por la pasta. Se elaboran métodos de selección basados en la cohesión grupal o en el enfrentamiento; se miden los patrones de conducta de los aspirantes y trabajadores para decidir sobre su aptitud. Los observan, los miden, los prueban como si fueran ratas de laboratorio, y a veces da la sensación de que el aspirante tiene que divertir al seleccionador para ser elegido. De ahí mi miedo: el miedo a que entonces empezamos a transgredir fronteras y sentamos un precedente, y poco a poco van cayendo límites elementales a favor de la ciencia, de las relaciones laborales o sentimentales, y puede llegar el día en que nos encontremos absolutamente controlados, medidos y predichos, en que no seamos libres ni dueños de nuestras conductas y decisiones.
Pero aún más. ¿Y si te dijera que el sujeto del experimento no era el concursante que veías en la casa? ¿Y si resulta que el sujeto fuiste tú mismo y ni te diste cuenta? Basándome en lo que viví, vi a mucha gente comparar sus relaciones personales y resolver sus problemas como si viviera en la casa de GH, como hacían los niños tras ver a los Tele-Tubbies: imitar conductas. Y no era posible escapar, porque estaba en todas partes, y por mucho que te resistieras te entraba de alguna manera lo que había hecho o dicho el Sujeto A, B, C… Resulta que el experimento sociológico no era en último término ver cómo se comportaba un grupo de individuos, sino en ver cómo lo aceptábamos nosotros, cómo afectaba a nuestra vida cotidiana y cómo lo integrábamos en la cultura. No es novedad, ya que es lo habitual desde la televisión, pero se manipularon nuestras emociones como nunca antes se había hecho: nos dictaron cuál tenía que ser nuestra reacción frente a una persona o una situación, dándonos esa extraña fantasía de tener el poder de juzgar, sentenciar o premiar a semejantes que ni siquiera conocemos realmente. E incluso pretendieron dictar cómo tenía que ser nuestra conducta.
Fuimos las ratas del experimento sociológico más mediático del mundo: fuimos víctimas de una mentira.