RIOS.-Entonces… ¿nos olvidarán?
SOLANO.- (Mirando ansiosamente al público) ¿Nos olvidarán?
RIOS.- Puede que ya… estén olvidándonos…
José Sanchís Sinisterra, Ñaque

Ayer, José Palacios y Antonio Orozco ponían fin a su trayectoria de 50 años y a la de 41 de la compañía de teatro Taormina: no sólo una gran compañía de la que Palacios y Orozco han sido su alma y corazón, sino también una magnífica escuela formadora de actores. La despedida se produjo con la representación de la obra Ñaque o de piojos y actores, de José Sanchís Sinisterra, y no podía ser de otra manera.
No es sólo que esta obra (sencilla para preparar por una compañía con pocos recursos, pero muy complicada en cuanto al lenguaje) les haya acompañado desde sus comienzos, sino que, por alguna razón, ellos mismos parecen haberse visto reflejados en los dos cómicos de la legua del renacimiento que la protagonizan, Solano y Ríos, dos actores que parecen condenados a vagar por la eternidad haciendo su función durante todas las eras; dos fantasmas que, a medida que la obra avanza, van siendo conscientes de la futilidad de lo que hacen, de que están condenados al olvido.
José y Antonio representaron esta obra no hacía mucho, y tras otra representación (en este caso, Corona de amor y muerte de Alejandro Casona), anunciaron que se retirarían con esta obra; y, como dijo una de las componentes de la compañía, Mari Carmen Vizoso con motivo de aquella representación, se produjo entonces una singular transformación, en la que los dos veteranos actores parecían no interpretar a los dos cómicos, sino interpretarse a sí mismos. Y cualquiera que haya conocido a José Palacios y Antonio Orozco, o en cualquier caso el oficio de actor dramático, entenderá los paralelismos al leer la obra.
Mi relación con ellos se remonta a los años del bachillerato, aunque no podría precisar el año ni cuántos años hace de todo aquello… Un montón. Pero como todo habitante de Getafe de entonces ya les había visto en varias ocasiones, pues fueron prácticamente todos los colegios e institutos los que llevaron a sus alumnos a verles en sus funciones, muchas de ellas de tipo pedagógico sobre el teatro del Siglo de Oro. En mi caso, que yo recuerde, la primera que les vi fue precisamente en Ñaque, y quizás hasta ahora no me lo había planteado… De todas maneras, luego te quedabas flipado porque los reconocías comprando en los mismos sitios donde compraban tus padres, o caminando a toda velocidad por las calles. Pero es en el bachillerato donde nos conocimos, ellos como profesores casi desinteresadamente, y yo como alumno, en lo que en principio era una actividad extraescolar que luego cosechó mucho más.
Aquellos fueron de los mejores años de mi vida, con compañeros que han sido también amigos, y que de vez en cuando nos encontramos o mantenemos el contacto. Y es tanta la nostalgia, no tanto por aquellos días, sino por todo lo que suponía el montaje de una obra, o las representaciones en diversas asociaciones o certámenes de teatro aficionado y escolar, que uno echa de menos hasta las broncas. Porque voy a ser sincero: uno, como actor, era malo hasta decir basta; pero como tenía buenos amigos, se opusieron a que fuera apartado de las funciones (cosa que siempre les agradeceré), de modo que, a menudo, andaban ideando trucos para que mi interpretación no hundiera la obra. No diré que no lo pasé mal, y que seguramente debí echarme a un lado por el bien de la obra. Tampoco era mala fe o vanidad la mía, sino la rabia y el hecho de no rendirse. Si la volviéramos a representar hoy, no sé qué saldría. Pero dejémonos de sentimentalismos. Continué en el grupo de teatro durante todo el instituto (y fueron más años de los que me gustaría reconocer) y el primer año de carrera, momento en el que ya uno experimentó y supo lo que sus amigos y compañeros, algo más mayores, querían decir cuando lo ponían de pretexto para abandonar el grupo: ya éramos mayores para “competir con chicos de 16 años”. Y ahí acabó mi periplo dramático… Y, sin embargo, aprendí con ellos casi lo mismo, o incluso más, que en cualquier otra asignatura del instituto, sin ánimo de hacer desprecios.
Un día, en uno de los últimos años con el grupo del instituto, con unos chicos muy jóvenes, uno de los más mayores (es decir, de mi edad) les reveló una verdad, que yo también desconocía, para que se lo tomaran un poco más en serio: por aquellas clases extraescolares, José y Antonio no cobraban casi nada; lo hacían, básicamente, por amor al arte, y digámoslo: no era de aquellas compañías a las que les sale el dinero por las orejas. No. Taormina, es decir, José y Antonio y todos los actores que han formado parte de ella, han trabajado casi por amor al arte, casi; no como unos artistas petulantes que alaban “el arte por el arte” (hipócritamente, las más de las veces), sino en la extensión más sincera y honesta del término. Como dicen en esta entrevista publicada en Elbuzón.es, han vivido de lo que rentaba de la taquilla y muy pocas veces han pedido ayudas o subvenciones. Y éste ha sido el espíritu desde sus inicios: todo el vestuario, todo el atrezzo, ha sido elaborado, confeccionado, prestado, regalado o comprado por los miembros de la compañía; en sus comienzos, incluso, algunos comerciantes locales les cedían diversos materiales para el atrezzo de forma desinteresada. Sólo cuando las cosas han estado algo apretadas solicitaron las ayudas a las que como grupo o asociación de carácter cultural tendrían derecho. Sí, puedes llamarlo “autogestión”, si te parece, da igual. Junto a todo esto, un afán pedagógico por hacer llegar a los más jóvenes el amor al teatro; de ahí las muchas obras que Palacios ha escrito, basadas muchas de ellas en Ñaque, sobre la vida y las obras de los cómicos del siglo XVI y XVII, metiendo célebres entremeses de Cervantes, Lope de Vega, Lope de Rueda y otros. Quizás, desde hacía un tiempo habían abandonado los planteamientos más vanguardistas desde sus inicios, pero en realidad ellos tocaron todos los palos del teatro, y de todos los estilos: desde el más politizado al más “neutral”; desde la tragedia más tremenda a la comedia más desternillante; desde los montajes más complejos a los más sencillos; desde lo más vanguardista a lo más clásico… siempre que fuera de calidad, quizás siguiendo aquello que dijo Bertolt Brecht, que siempre que sea buen teatro, será entretenido.
Por todo lo dicho, Taormina han sido, no sé si el motor, pero sí una parte fundamental del engranaje del motor cultural de su ciudad. Nunca trataron a la cultura como algo estático, muerto, arqueológico…, muy al contrario: en sus voces y cuerpos la cultura cobraba vida, e hicieron un gran esfuerzo por acercar esa cultura a una población determinada (aunque no se cerraron en los límites locales, como lo demuestra su cantidad de premios en certámenes nacionales), de todas las edades y condiciones (con precios muy asequibles), y los que hemos vivido en eso que se dio en llamar “la periferia”, las “ciudades dormitorio”, etc., sabemos lo que cuesta, y lo que gratifica, encontrar un oasis en medio del desierto cultural.
Cuando cae definitivamente el telón sobre una compañía de actores, sobre todo si ha significado tanto para la vida cultural y cotidiana de una ciudad, queda ese sabor amargo… Pero en realidad tendemos a olvidar que cuando el telón cae sólo se acaba la función, y llega ese momento agridulce de recoger y empacar los bártulos; detrás del telón la vida sigue, y aunque Taormina acabe como tal, queda mucho por delante, y retirarse, en esta ocasión, no significa otra cosa que emprender nuevos proyectos. Y una muestra del agradecimiento del público fue la que, según José Palacios, le hizo una chica, en referencia a nuestra cita inicial: “Yo nunca os olvidaré”.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...